A partir de la crisis económica de los años 80, las
bibliotecas aceleraron el ensayo y la adopción de nuevas formas de
administración para tratar de resolver sus problemas de organización, para racionalizar
sus gastos, para aumentar su productividad y para mejorar la calidad de sus
recursos y servicios.
Algunos señalamientos a las bibliotecas fueron ganando notoriedad
en este tiempo, pues las organizaciones de adscripción se volvieron cada vez
más exigentes de estadísticas e indicadores cuantitativos que les dieran
certidumbre sobre el ejercicio del gasto que hacían, su utilidad, el uso de los
recursos y sobre la cantidad de usuarios que se servían de las bibliotecas.
A partir de estas urgencias que debieron atender, se comenzó
a manifestar un cambio en la concepción misma de las bibliotecas, pues
paulatinamente se adoptó un lenguaje gerencial en su administración. De esta
manera, conceptos referentes a los distintos tipos de objetivos, o la misión y
la visión, arribaron a las bibliotecas, respectivamente, con los enfoques de la
administración por objetivos o con la planeación estratégica.
Las metas, los indicadores y las modalidades presupuestales
que se les asocian también sirvieron para acelerar la automatización de los
procesos y servicios, pues el lenguaje y los conceptos correspondientes eran
los mismos. La mentalidad de los bibliotecarios también empezó a cambiar, pues
debían ser eficaces en sus resultados y, si además eran eficientes, podían
recibir incentivos y/o apoyos.
La fiscalización, la supervisión, la auditoría y la
evaluación también han ido ganando terreno, aunque a un paso más lento y
siempre como imposiciones verticales desde arriba. Esto generalmente ocurre así
porque en nuestra cultura la vigilancia no se percibe en positivo, sino que aún
existe una manifiesta culpabilización que generalmente conlleva a reprimendas para
quienes resultan señalados por incurrir en fallas o desviaciones de las normas.
Un tema harto debatible en las bibliotecas es la vieja
discusión que trata sobre el balance entre la calidad y la demanda. Así, antes
se decía que las bibliotecas eran responsables de dar lo mejor a los usuarios,
tanto en sus recursos como en sus servicios. En este sentido, la opinión del
usuario se podía considerar, pero siempre que fuera calificada como opinión
autorizada o de determinada calidad, generalmente por provenir de alguien
notable.
Lo que demandaba el común de los usuarios pasaba a segundo
término, pues ellos no sabían lo que les convenía, sino que los bibliotecarios
estaban para guiarles. Incluso en la noción del “bibliotecario de servicio” que
propuso Shera (como opuesto al “bibliotecario erudito”) encontramos esta idea de
la superioridad del juicio del bibliotecario que busca la calidad en la
biblioteca con respecto a las demandas de los usuarios.
No obstante, desde hace casi tres lustros se ha ido
posicionando el enfoque administrativo mercantilista, mismo que ha impactado
las organizaciones y sus bibliotecas impulsando las ideas sobre la preeminencia
que se debe dar al usuario al tomar las decisiones y al emprender cualquier tipo
de acción. De este modo, el eslogan de que “el cliente tiene la razón” se ha
extendido a las bibliotecas en formas que incluyen la confusión, el
laissez-faire e incluso la simulación más descarada.
Presos de la desesperación por subirnos al carro de lo
clientelar, hemos arribado a la alteración de las estadísticas de asistencia, al
estrés causado por la preocupación debido a que no van los usuarios a la biblioteca,
a la imposición de la alfabetización informacional como un tour de force que
nos permita reportar algo, a la cada vez mayor simplificación de los
reglamentos, a la falta de argumentos para decidir incluso muchas de las cosas
más simples,… también hemos llegado al inmovilismo, a la parálisis y al
embotamiento.
Los bibliotecarios no quieren cambiar, pero deben cambiar en
la forma como perciben y tratan a los usuarios, no sólo dejarlos hacer, no sólo
quedarse callados cuando alguien dice un sinsentido o un error. Se requiere
retomar el debate sobre el balance entre la calidad de la biblioteca y las
demandas de los usuarios, de las autoridades o de los gurús de la gestión. Hay
bibliotecarios que han logrado jugar con este balance, por lo que se precisa saber
cómo lo hacen.
Todo esto apunta a un problema complejo que involucra a la
biblioteca –la actual y la histórica-, a los bibliotecarios, a las
organizaciones de adscripción y a las ideologías que circulan dentro y fuera de
las bibliotecas. Es un problema apasionante, y por eso lo volveremos a
considerar.
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